Para el caminante solitario la compañía es una incomodidad. Su objetivo al caminar se centra en la meta que solo tendrá sentido si la logra uno mismo, por lo que todo lo accesorio es un obstáculo. Su visión del camino tiene más que ver con lo que supone de desafío para si mismo que como experiencia compartida con otros caminantes. Por ello, disfraza la labor con ropajes de autoconocimiento y autosuficiencia.
Aunque raramente el caminante solitario camina solo. Lo suele hacer acompañado de seguidores, siempre dos pasos atrás, que no ponen en cuestión el recorrido, las etapas o el fin. Tampoco se atreven estos seguidores a desplazar la conversación hacia nuevos puntos de vista, hacia otros temas no explorados o, eso jamás, hacia perspectivas discordantes. Los seguidores del caminante solitario se esfuerzan por seguir el ritmo de su líder conscientes de que el caminante solitario no espera a los rezagados. En el grupo del caminante solitario están excluidos los caminantes que se atreven a sugerir nuevas rutas, a caminar hombro con hombro, a medir los pasos con otros criterios y, de una manera u otra, si lo intentan rápidamente serán invitados a tomar la primera desviación del camino.
El caminante solitario suele tomar dos senderos en sus ejercicios rutinarios: el de la desconfianza y el de la envidia. El primero le hace mirar constantemente hacia atrás no vaya a ser que alguno de sus seguidores se tome la libertad de aproximarse a su nivel o, mucho peor, tome otros senderos, sin su consentimiento, que le hagan llegar a la meta con antelación. El sendero de la envidia es el que le aleja de las compañías molestas, de las que pueden desafiar sus puntos de vista pero también de las que pueden ayudarle a lograr metas más ambiciosas. Y ese el es el problema del caminante solitario: entender los logros de sus compañeros de travesía como un fracaso propio. Y, por ello, al tratar de evitar el éxito del acompañante lo que logra es perderse en sendas que conducen a precipicios que obligan a saltar o a volver sobre sus pasos.